[E]n uno de los reinos extranjeros se le puso a un tratante en la cabeza vender diablos, como si fueran guacamayas o micos de Tolú. […] A mí, pues, se me ha plantado en el escaparate de los sesos vender mis sueños, mis delirios y mis modorras. Y no siendo estas tan malas como los demonios, creo que te las he de vender bien vendidas… [sic]
”Diego de Torres Villarroel, Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte
La pintura (como la poesía) escoge en lo universal lo que juzga mas a proposito para sus fines: reune en un solo personage fantastico, circunstancias y caracteres que la naturaleza presenta repartidos en muchos, y de esa convinacion, ingeniosamente dispuesta, resulta aquella feliz imitacion, por la cual adquiere un buen artifice el titulo de inventor y no de copiante servil [sic].
Anuncio de la venta de Los Caprichos de Goya en el Diario de Madrid, 6 de febrero de 1799.
Hace unos años, la lectura del libro de Folke Nordström, Goya, Saturno y la melancolía, me invitó a considerar los antecedentes del siniestro portafolios goyesco titulado Los Caprichos (1799). Nordström consideraba como fuentes probables obras tales como las meditaciones líricas que Meléndez Valdés dedicó a Jovellanos; algunos artículos de Los placeres de la imaginación, de Joseph Addison, que José Munarritz, muy amigo de Goya, estaba en proceso de traducir al español; la traducción que hizo Tomás de Iriarte del Ars poetica, de Horacio; y los textos de algunos de los Graveyard Poets como Edward Young y Thomas Gray. [1]
No obstante, una lectura de Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte[2], de Diego de Torres Villarroel, indica la posibilidad de que Goya leyera a Torres, y que esta lectura hubiera le sugerido algunas de las imágenes escalofriantes, así como la atmósfera siniestra, nocturna, onírica y melancólica que permean la citada obra del Gran Piscator de Salamanca. Esta es la intuición de Ricardo D’Auria al sostener que las cabriolas y pasmarotas [de Torres] anticipan los Caprichos y Disparates de Goya[3]:
Nos encontramos ante seres humanos dominados por pasiones abyectas. Es la fuerza del sexo en su más brutal carnalidad. Revela Goya un pueblo embrutecido, ignorante, apático, supersticioso, y milagrero. Ofrece un espectáculo irrazonable, inhumano, pobre, miserable, un pueblo explotado y humillado. De aquí es un paso a lo fantástico, lo sobrenatural y el mundo de los sueños que engendran monstruos. Debemos apuntar que en todos los artistas presentados existe en sus obras una honda preocupación por la reforma moral.[4]
Pero había demasiada distancia entre la publicación de esta obra de Torres (1727-28) y la del portafolios de Goya (1799). Pensé entonces en una afinidad entre la desazón decadentista de Torres a comienzos del siglo XVIII y la profunda desilusión de Goya ante la derrota de los ideales ilustrados a fines del siglo XVIII, que produjo otras obras inquietantes como Los Disparates, Los desastres de la guerra y las llamadas pinturas negras. Pudiera ser que Torres y Goya tuvieran como fuente alguna tradición común, tal vez la del sueño literario o la de las picturae somnium, o tal vez la del ludus verborum de Teofilo Folengo o la del capriccio e la terribilità de los principales grabadores del Renacimiento y Barroco que se entregaron con entusiasmo al llamado ornamento sin nombre[5] que vino a conocerse como grutesco[6] .
Traté, pues, de discernir las fuentes pictóricas o tradiciones literarias que con mayor probabilidad compartieran Torres y Goya y que pudieran dar cuenta, aunque fuera de manera parcial, de sus similaridades. Por un lado, existe gran perplejidad al tratar de colocar este portafolios en un contexto diacrónico en el arte europeo[7] . Por otro lado, contrario a Nordström, habría que decir que las imágenes de los son demasiado violentas y contundentes en comparación con el tono de requiebro meditabundo o de sosegada reflexión que exhiben tanto los Graveyard Poets[8], como Meléndez Valdés[9] y el propio Munarritz en su traducción de Addison[10]. Incluso, la posibilidad de señalar la traducción de Iriarte del Ars poetica de Horacio como fuente del portafolios goyesco vincularía al aragonés con una poética neoclásica que resulta ininteligible en el contexto de Los Caprichos.
En este punto vino a mis manos un tomo de Valeriano Bozal, titulado Goya y el gusto moderno. En la nota núm. 22 al tercer capítulo de su libro, comenza Bozal:
La relación entre el sueño y la razón no es idea exclusiva de Goya ni de los ilustrados. La encontramos en el Preámbulo al sueño de la primera de las Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte: viene el sueño y, ¿qué hace?, da un soplo a la luz de la razón; y me dejó el alma a buenas noches y a mi tan mortal,… (edic. de Russell P. Sebold, Madrid, Espasa Calpe [Clásicos Castellanos], 1976, 16). La influencia de las Visiones de Torres sobre la obra de Goya es muy plausible, a la vez que pone más de manifiesto el carácter tópico de muchos de sus asuntos. Los sueños describen un paseo por la Corte en el que salen a relucir muchos de los asuntos y protagonistas que Goya va a tratar también: los elegantes o lechiguinos, las prostitutas, el galanteo, los diablos, etc. También es propia de Torres la mezcla de lo animal y lo humano, la bestialidad y la deformación caricaturesca.
En algunas de las Visiones o sueños podemos encontrar figuras que aparecen en las estampas, incluso la del dormido se perfila en la Introducción al sueño de la segunda Visión: Crucé los muslos; y de bruces sobre los brazos, doblé la cabeza encima de un hombro, solicitando con esa postura conciliar, si no los arrullos del sueño, los cariños de la suspensión (edic. Cit., 107). Pero esta descripción no hace sino responder a la descripción de uno que sueña, sin mayor énfasis ni singularidad. Figura que, por lo que vemos, no es preciso ir a buscar en horizontes lejanos al del tópico convencional.
Por otra parte, una edición de las Visiones (la cuarta) apareció en Madrid en 1796. Después ya no se volvería a editar hasta 1821 (en París, aunque figura Madrid). Sin embargo, hay en Torres un tono descriptivo y una pormenorización que están ausentes en Goya —y tal ausencia me parece marcar una diferencia fundamental, tal como se indicó—, tampoco es propio del aragonés el fuerte sentido moralizante de Torres, y no son las Visiones manifestaciones tan claras de lo nocturno, aunque el sueño haya dejado el alma del protagonista a buenas noches.[11]
Bozal ofrece una fecha significativa —1796—, justo antes de los primeros bocetos fechados de los Caprichos, que saldrían a la luz en forma de portafolios en 1799. Aunque, como sugiere Bozal, Goya pudo haber manejado la cuarta edición de las Visiones de Torres, esa coyuntura no explica, por sí sola, qué pudo haber llevado a Goya a optar por aprovechar el texto de Torres como (con)texto. Las preguntas que se suscitan son inevitables y variadas: ¿qué elementos culturales hermanan a artistas como Torres y Goya? Primero, lo obvio: al descaro con el cual Torres interpela a sus lectores como compradores de sus sueños, Goya riposta con su breve anuncio en el Diario de Madrid, único texto que podría servir como introducción teórica al portafolios de Los Caprichos. Otro vínculo entre los dos artistas es el sueño —con sus tópicos y tradiciones— que configura los principales pobladores de este extraño paraje en el cual se convierte la urbe española dieciochesca en ambos artistas.
Además, Torres y de Goya nos enfrentan al mundo de la noche: oscuros espacios oníricos de la disforia —patrullados por extrañas criaturas que, durante el día, están condenadas a pulular en los márgenes y, en la noche, se apoderan de todo el ámbito— en los cuales lo real adquiere rasgos francamente siniestros, diríase que esperpénticos[12]. No se trata del onirismo fantasioso que invoca los espacios libres y positivos de la euforia optimista de la utopía ilustrada. Según Bozal, Torres, al igual que Goya, mezcla […] lo animal y lo humano, la bestialidad y la deformación caricaturesca.
Además, la sonrisa tetánica que aflora en la prosa ecfrástica de Torres es ejecutada por Goya sobre la plancha para producir imágenes gnómicas[13] o aforísticas. No obstante, ambos artistas comparten el desconcierto semántico que nubla la lectura de sus obras respectivas, incertidumbre que termina derrotando el recurso a la alegoría, tanto en las ecfrasis de Torres como en las imágenes de Goya. Por otro lado, ambos artistas prefieren una textualidad surcada por lo monstruoso o lo grotesco. Ambos recurren también a una ironía narrativa que propone la debacle de la ley y la condena de la vida humana al estado postlapsario de un mundo al revés en el cual el carnaval ha perdido su capacidad para propiciar el retorno a significados estables y hegemónicos una vez concluido. Aquí no hay el antes ni el después del carnaval bajtiniano[14]. El carnaval ocupa todo tiempo y todo espacio y ya no puede implicar el reinicio del tiempo o la conmemoración de la fundación de un espacio humano, sino el fin de la historia y del habitat del hombre en tanto fin de la vida humana como vida del orden y la razón.Lejos estamos del entusiasmo ilustrado y filósofo.
No obstante, hay dramáticas e igualmente profundas diferencias entre Torres y Goya: Torres es catecúmeno y moralizante (además de astrólogo y alquimista), mientras que Goya es bastante reservado en cuanto a la religión y la moral se refiere. Torres, en su exhuberante logorrea, o diarrea verbal, autobiográfica, se deja arrastrar por los placeres narrativos del pormenor, mientras que Goya, al seleccionar las técnicas gráficas para la elaboración de su portafolios, parece estar decidido a mantener un lenguaje pictórico cuasi-abstracto y universalista, más preocupado quizás por la condición humana en general que por los usos y costumbres particularísimos de la sociedad española que le fue contemporánea. Estas diferencias podrían enmarcar un comentario substancioso sobre el lado oscuro del iluminismo español, pero esa no puede ser la ambición del presente ensayo, más modesto en sus miras, que pospondré para un futuro ensayo.
Torres Villarroel, en su prólogo a las Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte, ostenta el interés comercial que motiva la publicación de sus libros:
Yo escribo porque no tengo dinero ni dónde sacarlo, para vestirme yo y mantener a mis viejos padres […] Y si no cambiamos con igualdad tus cuartos por mis libros cesará nuestra amistad y correspondencia.[15]
Desde los famosos Pronósticos del Gran Piscator de Salamanca, hasta sus obras más filosóficas, Torres siempre manifestó que el único vínculo que lo unía a su auditorio era el pago por su trabajo. De ese modo no sólo se profesionalizaba —y aquí vale la pena recordar sus árduas batallas legales para que se le permitiera publicar, vender y lucrarse de sus Pronósticos[16]—, sino que establecía un espacio para sus libros distinto del espacio altruísta del didactismo según el cual el escritor es maestro de su lector, y la narratio un entretenimiento por el cual vale la pena pagar, un desvío lucrativo que depara ganancia para el escritor y diversión para el lector. Esta postura crematística de Torres da al traste con las poéticas y didascalias de la modernidad, fundamentadas usualmente en los textos de Aristóteles y Horacio, en cuyas traducciones a las lenguas modernas siempre se hizo énfasis en la utilidad terapéutica y moral de toda obra de creación: el llamado ‘enseñar deleitando’.
Torres insiste una y otra vez en que no tiene nada que enseñar: Yo no escribo para que aprendas, ni te aproveches, ni te hagas docto, pues, ¿a mí qué se me da que tú seas estudiante o albañil? Allá te la hayas con tu inclinación […][17]
Sin embargo, Torres nos ofrece una poética del desengaño, de corte moral y didáctico. Al reseñar su primera conversación con Quevedo, nos informa los consejos que le da el autor de los Sueños en términos de la escritura de sátiras morales:
Te aconsejo que no gastes dibujos en tu locución, que la desnudez es el traje más galán de los desengaños; […] lo desabrido no es esencia del desengaño; con el cebo de lo deleitable se introduce mejor el pasto de lo útil. [… A] lo amargo de las verdades es preciso confitarlas para que perdido el primer asco, sean después medicina […][18]
En tanto confitada para ocultar la medicina[19], la obra literaria, según el Quevedo de Torres, logrará desengañar al enfermo o engañado. Dado que en su siglo “es adelantado el vicio y la necedad […] y se hace adorno de la destemplaza, gala del vicio, y pompa de la disolución”[20], Torres propone cargar la mano sobre la imagen verdadera de la gente de su época, lo espantable con todos sus pelos y señales, y sus visiones serán una medicina atroz, sin “confitar”, para el lector. De hecho, Torres, como personaje, se administrará su propia medicina, y sus “visiones” vendrán a ser un vómito incontenible de pesadillas propiciadas por la mala digestión de ideas e imágenes del mundo real:
Yo me vi de bruces al bufete, engullendo tajadas de indivisibles tarazones de átomos, pistos de materia prima y substancias de accidentes, guisadas en un Platón rancio por un cocinero de este siglo, que sazona estupendas bizcochadas para opilar sesor y obstruir meollos. Así mataba el hambre de mi curiosidad, brindando con alguna impaciencia a la memoria para que a pesar de las bascas y regüeldos del desengaño, tragase y consintiese en su expensa lo caduco de estas especies desleídas y lo chocho de estos licores repasados (que a esto llaman estudiar […]).[21]
Este pisto, definido en 1732 como xugo o substancia, que machacandola o aprensandola, se saca del ave […]: el cual se ministra caliente al enfermo que no puede tragar cosa que no sea liquida, para que se alimente y cobre fuerzas [sic][22], para Torres deviene el vomitivo del desengaño. Torres no vende un libro —mercancía tradicional—, sino una medicina —o una mercancía moral y simbólica—, y la vende de mala gana a un auditorio que la consume de mala gana, pues se trata de un “pisto”, que en vez de alimentar, causa un vómito torrencial que se configura bajo el tópico del desengaño.
Según Goya, al anunciar en el Diario de Madrid (6 de febrero de 1799) que ha puesto a la venta su portafolios titulado Los Caprichos, la materia de sus estampas busca ridiculizar y crear. El estímulo para la extravagancia artística va de la mano con la representación de la extravagancia humana que la obra artística representa:
Colección de estampas de asuntos caprichosos, inventadas y grabadas al agua fuerte, por don Francisco de Goya. Persuadido el autor de que la censura de los errores y vicios humanos (aunque parece peculiar de la eloqüencia y la poesia) puede tambien ser objeto de la pintura: ha escogido como asuntos proporcionados para su obra, entre la multitud de extravagancias y desaciertos que son comunes en toda sociedad civil, y entre las preocupaciones y embustes vulgares, autorizados por la costumbre, la ignorancia ó el interés, aquellos que ha creido mas aptosá suministrar materia para el ridículo, y exercitar al mismo tiempo la fantasia del artifice. [sic][23]
Esta enseñanza mediante el ‘mal ejemplo’, o la denostación de los vicios mediante su representación ridícula o siniestra, es lo que parece llamar la atención de Goya, en tanto da de sí imágenes extravagantes que exercitan la fantasía del artífice. Y de fantasía se trata, de la libertad de la imaginación que, en su extravagancia, prefiere la representación de desaciertos y embustes. Esta denostación, valorada por su rendimiento en artificios, viene a revelarse de la manera más curiosa. Para vender su portafolios, Goya no ha seleccionado ninguna de las librerías de la Corte, sino que acude con su mercancía a una tienda de perfumes y licores en la Calle del Desengaño, cerca de la Puerta del Sol en Madrid:[24]
Se vende en la calle del Desengaño no. r tienda de perfumes y licores, pagando por cada coleccion de á 80 estampas 320 rs vn.[25]
Nótese el oxímoron implícito en vender “perfumes y licores” (uno enmascara los olores del cuerpo y el otro puede constituir medicina que provoque el vómito curativo) en la calle del Desengaño (¡!): como si el artificio enmascarador fuera a su vez foco de la “luz de la verdad” y objeto que invita a salir del desengaño:
DESENGAÑO. S.M. Luz de la verdad, conocimiento del error con que se sale del engaño. […]
DESENGAÑO. Se llama tambien el objeto que exercíta al desengaño. […] Vióse en su mismo original la cara del desengaño, tan terrible, que bastaba à introducir susto hasta en los mármoles del Templo. [sic][26]
Es interesante que parte de la acción de desengañar estriba, precisamente, en la venta del portafolios; y así se juega a trivializar la lección moral que podrían encerrar las estampas, que se convierten en juguetes o juegos de ingenio, en desvíos del rumbo usual autorizado por las costumbres. Si bien la venta profesionaliza al grabador, reduce la obra a una posesión privada que se compra por capricho al precio de 320 reales, del mismo modo que Goya presenta, caprichosamente, los caprichos y extravagancias de su época.
Goya propone caprichos que engañan y desengañan por su artificio: Como la mayor parte de los objetos que en esta obra se representan son ideales, no será temeridad creer que sus defectos hallarán, tal vez, mucha disculpa entre los intelligentes: considerando que el autor, ni ha seguido ejemplos de otro, ni ha podido copiar tan poco de la naturaleza. Y si el imitarla es tan difícil, como admirable cuando se logra; no dexará de merecer alguna estimación el que apartandose enteramente de ella, ha tenido que exponer á los ojos formas y actitudes que solo han existido hasta ahora en la mente humana, obscurecida y confusa por la falta de ilustración ó acalorada con el desenfreno de las pasiones. [sic][27]
El artificio que alimenta estas obras es capricho, fantasía o idea de la cabeza, extravío de las reglas ordinarias y comunes, concepto, agudeza, especie de jeu d’esprit.
CAPRICHO. s.m. Dictámen formado de idéa, y por lo general fuera de las reglas ordinarias y comúnes. Parece voz compuesta de caput y Hecho, como si se dixera Hecho de própria cabeza; pero sin duda es tomada del Italiano. […] CAPRICHO. En la Pintúra vale lo mismo que Concepto. […] Hombre de capricho. Se llama al que tiene agudéza para formar idéas singuláres, y con novedad, que tengan feliz éxito. Y tambien se toma por el que es temóso, porfiado y duro en sus idéas y resoluciones. [Sic][28]
Y se vende en una tienda de licores y perfumes parecida a la que Goya ilustra en su Capricho 33[29] Al Conde Palatino, en la que se venden licores vomitivos y donde se representa a un hombre vomitando. ¿Acaso un jocoso ludus verborum con las palabras palatio (palacio) y palatum (paladar), y así una alusión a comer y vomitar en la corte o el palacio? El texto de Torres sobre el pisto vomitivo y la mala digestión va de la mano con la imagen tópica de la melancolía, y no debe sorprendernos que, justo antes de describir la regurgitación del desengaño, Torres, en su Prámbulo al [segundo] sueño, se nos describa a sí mismo en la pose típica del melancólico que, en este caso, padece de una malísima digestión:
Crucé los muslos; y de bruces sobre los brazos, doblé la cabeza encima de un hombro, solicitando con esta postura conciliar, si no los arrullos del sueño, los cariños de la suspensión. [30]
Nótese que, cuando comenzó a configurar su portafolios, Goya se proponía utilizar como portadilla la imagen que hoy constituye el Capricho no. 43 con el lema El sueño de la razón produce monstruos. La versión torresiana de los monstruos de la imaginación indigesta reza así:
Molido, en fin, como si me hubieran echado un compás de acebuche sobre los lomos, y ya ocupada la cavidad del cerebro de la materia fumosa, a pesar del bataneo de las tablas ya tiranía de los vuelcos, a la dulce violencia de los arrullos y la sabroza pesadez de los vapores [de la digestión] se derribaron las pestañas, se tumbó el juicio, se remató el sentimiento, huyó la razón, y yo me quedé como un bruto en los brazos del sueño. La fantasía, como vive a espera de estos descansos para desarrebujar sus locuras, luego de que sintió el entendimiento divertido, a la voluntad durmiendo y a la memoria roncando, empezó a formar en las calles de mi calletre una procesión de figuras tan proprias, tan vivas y tan ordenadas, que más parecieron obra de un discreto cuidado que pintura de loca aprehensión, y las fue colocando en la forma que irá leyendo el que tuviese ánimo para tomar a pechos el acíbar de estas verdades.[31]
Las fantasías de Torres provocadas por la mala digestión melancólica son quizás recuperadas por Goya en su idea de la obra como fármaco[32] del desengaño, administrado por el artista mismo como médico o Conde Palatino, según el texto que acompaña al Capricho no. 33, que se desdobla en el enfermo indigestado que se nos presenta en el Capricho 43, quien, al ceder a los vapores de la melancolía y obnubilarse el poder organizador de la razón, deja suelta a la fantasía, que produce imágenes monstruosas similares, ciertamente, a las imágenes truculentas de la urbe madrileña que avista Torres en sus Visiones y visitas.
Torres es un claro heredero de la tradición del “sueño literario” en Occidente, que es muy larga y variada. Se retrotrae al menos a la Odisea, de Homero, en cuyo Canto XIX Penélope propone una clasificación teórica de los sueños: unos, los verdaderos que habrán de verificarse, entran por la puerta de cuerno. Los otros, falaces y crípticos, entran por una lustrosa puerta de marfil. Esta idea de que hay sueños cuya verosimilitud es palmaria y directa, mientras que otros se manifiestan crípticamente y necesitan interpretación, se fundamenta en la naturaleza de los sueños o, más bien, en lo que Sigmund Freud ha descrito aptamente como el trabajo del sueño[33]: condensación de los rastros del día o del pasado, metaforización y enmascaramiento. Pero, al basar parte de su tratamiento psicoanalítico en la interpretación de los sueños, Freud presupone su descifrabilidad según una serie de tópicos que pasan al repertorio de los signos y símbolos del sueño.
La demanda de una hermenéutica del sueño da pie no sólo a una activa práctica de “onirocrítica” (literalmente, interpretativa de los sueños) en la Antigüedad —y vale mencionar el famoso texto de Artemidoro de Daldis, La interpretación de los sueños[34] (siglo II d. C.)—, sino a la idea de que el lenguaje del sueño siempre quiere decir otra cosa. De ahí que, desde muy antiguo, la teoría de los sueños aparezca emparentada con el modo retórico de la alegoría, que también implica una narrativa de doble voz en la cual se le da aspecto concreto a nociones abstractas. El sueño y la alegoría comparten la extrañeza y dudosa verosimilitud de su narrativa, así como la percusividad de sus imágenes, ambos requisitos para el estímulo de la memoria y para la afectividad significante del discurso, según los maestros de retórica de la Antigüedad[35]. Ocurre, pues, que el sueño se vuelve apta herramienta en el vasto repertorio discursivo para la representación de alegorías de vario contenido y matiz. Junto con la alegoría, otros modos discursivos se sumarán, por analogía, al recurso del sueño, especialmente la sátira. Dos autores antiguos vienen de inmediato a la mente: Cicerón y Luciano de Samósata.
Cicerón consolida[36], con el Sueño de Escipión, la tradición de las alegorías oníricas morales: luego de conversar con su anfitrión sobre su abuelo Escipión el Africano, Escipión el Joven se duerme y sueña con la aparición de su abuelo, que le narra sus hazañas cartaginesas y le lleva a un viaje profético por encima de la tierra durante el cual aprovecha y le explica al joven las virtudes indispensables de un buen cuidadano. Con este sueño establece el repertorio de tópicos del sueño filosófico o literario: motivación verosímil en una conversación antes de dormir (luego podrá una lectura ser la motivación del sueño); la aparición de una figura prestigiosa, usualmente ya muerta, que sirve de maestro y de guía en el sueño; el durmiente realiza un viaje iniciático o de aprendizaje que, con frecuencia, es un viaje por los aires; el que narra suele hacerlo en primera persona, haya sido participante activo en los hechos narrados, o bien sea testigo de los hechos de otro personaje; se manifiesta que el sueño ha sido tan claro que parece real; a pesar de que el durmiente (o el autor) puede mostrar escepticismo ante la veracidad del sueño, el relato acaba con una reflexión moral.[37]
En cuanto a la relación del sueño con la sátira, será Luciano de Samósata aquel cuyos textos tengan mayor fortuna en la historia de la literatura occidental. Luciano compondrá no sólo una serie de diálogos de muertos en los cuales se presentan figuras canónicas para ser desbancadas, sino una serie de viajes onírico que le permiten satirizar vicios y costumbres de su sociedad. Muchos de estos textos de Luciano se caracterizan como sátiras menipeas, siendo Menipo el personaje de las principales: el Icaromenipo y el Menipo y la necromancia. Se encuentran en los textos de Luciano casi todas las características del sueño literario y filosófico, especialmente su tendencia moralizante ya que es lo moral lo que siempre subyace el esfuerzo satírico.
La Edad Media heredará el interés por el sueño filosófico o literario, tanto alegórico, como satírico. La tendencia alegórica favorecerá los viajes al otro mundo, en especial al mundo de los muertos, como parte de un esfuerzo doctrinal —la Divina Comedia de Dante Alighiero es el ejemplar modélico—. También favorecerá los viajes iniciáticos, sean en pos del amor divino o del amor humano (o de ambos) —la Roman de la Rose, de Jean de Meun y Guillaume de Lorris será el texto ejemplar del viaje erótico, así como la Amorosa visione, de Giovanni Boccaccio; el Secretum, de Francesco Petrarca, será uno de muchos ejemplos del viaje intelectual en pos del amor divino[38]—. El sueño enciclopédico, viaje de aprendizaje en tanto su protagonista tiene la oportunidad de enfrentarse al saber pertinente de una época, también aprovecha tanto la alegoría como la sátira —de nuevo la Comedia de Dante es ejemplo preclaro, así como, de Francesco Colonna, Hypnerotomachia Poliphilii (La lucha del amor en sueños de Polifilo)[39].
Según Teresa Gómez Trueba[40], serán los sueños morales, satíricos y visionarios los que preferentemente abreven la tradición del sueño literario o filosófico en España desde la Edad Media al Siglo XVIII. Gómez de Trueba menciona como ejemplo de la tradición las visiones de Diego de Torres Villarroel, especialmente en textos como Correo del otro mundo —claro epígono, creo yo, de los diálogos de muertos de Luciano— y las Visiones y visitas. En sus Visiones y visitas, por ejemplo, Torres hace especial énfasis en la situacionalidad del sueño como marco de la narración, e incluso elabora comentarios sobre el sueño y propone teorías fisiológicas y psicológicas sobre el contenido de los sueños y su interpretación. Se deban a malas digestiones o sean propiciados por lecturas o conversaciones extrañas realizadas antes de irse a la cama o de quedarse dormido de bruces sobre su escritorio, en los tres sueños de Torres de las Visiones y visitas, el autor anda en su sueño acompañado de una figura canónica —Francisco de Quevedo—, quien le da consejos y le instruye acerca de la rectitud de la conducta en sociedad. Torres repite que su sueño es tan claro que, aunque inverosímil, parece absoluta y puntualmente real en su colorido y gran detalle. Torres realiza un viaje iniciático en términos de la consolidación de sus dotes de escritor al lograr describir con deslumbrante vividez cada uno de los monstruosos personajes que pueblan la Corte de sus sueños. La narración está realizada en primera persona y es el protagonista el testigo de los acontecimientos del sueño. Es el impulso moral del texto en evidente en el uso de la sátira. Bien puede decirse que las imágenes descoyuntadas y monstruosas que presenta Torres en su recorrido onírico por Madrid de la mano de Quevedo constituyen alegorías morales de los vicios y virtudes de su época, horrendas personificaciones del mal. En general, se trata de un uso común de la alegoría para su época: dar visibilidad a un concepto abstracto como puede ser un vicio o un mal. Según Erika Langmuir:
Painted or sculpted allegories form a category of art uniquely bound to language. Rooted in the propensity of language to personify, visual allegory also relies on other figures of speech: simile —as when we call someone “as steady as a rock”— and metaphor —as when we write of “the ship of state”.[41]
Los sueños de Torres parecen ser alegórico. Podemos aprovechar las concreciones visibles de su interpretación del mundo real como mundo de los sueños: un mundo hecho de metáforas y aforismos.
Goya también se coloca en una tradición de imágenes oníricas que más pertenecen a la alegoría o a la caricatura satírica que al sueño. En el anuncio de venta de Los Caprichos publicado en el Diario de Madrid en 1999, Goya asegura que el autor, ni ha seguido los exemplos de otro, ni ha podido copiar tan poco de la naturaleza [sic].[42] No obstante, si nos fijamos en el Capricho no. 40, en el cual un hombre aparentemente postrado en cama y moribundo (y vestido con ropa de dormir) es vigilado y aparentemente mordido en el pecho por un burro, paracería ser una parodia del famoso cuadro de Füssli, La pesadilla (1782), en el cual podemos ver a una durmiente, en exagerada pose de relajamiento, y alrededor de ella los personajes de su visión nocturna: sobre su pecho el temible íncubo, y asomada a la ventana (de su conciencia, posiblemente), un caballo o yegua que nos hace pensar en la yegua nocturna, nightmare o cauchemar. Vemos, simultáneamente a la durmiente y a su visión o sueño, como lo vemos tal vez en el Capricho no. 40: pero en Goya, íncubo y caballo se han condensado en una sola imagen de un burro, pariente pobre del caballo, burla grotesca de los placeres imaginativos del sueño de los primeros románticos, que se posa casi sobre el pecho de este hombre durmiente o moribundo que duerme o muere a pata suelta.
Jean Starobinski, al estudiar este espléndido cuadro de Füssli, advierte la impecable erudición del pintor y recorre apretadamente la tradición del picturae somnium, desde Giorgio Ghisi hasta Goya, pasando por Fragonard y otros cultivadores de un subgénero libertino en el cual una bella durmiente es asediada por angelotes maliciosos (al tiempo que asoma furtivamente un intruso que sabrá aprovechar el instante propicio).[43] Esta bella durmiente, personaje de cuentos folclóricos recogidos a finales de siglo XVIII por los hermanos Grimm, recogen la preocupación por el desamparo del durmiente, expuesto a los delirios inquietantes de su propia fantasía. Es típico que la protagonista sea una mujer, dado que el cuerpo y la mente femeninos eran reconocidos por el establishment médico de la época como particularmente susceptibles a los peligros de la imaginación desbocada, como la yegua de las pesadillas. Goya, sin embargo, no se contenta con deformar o caricaturizar estas preocupaciones de la psiquiatría incipiente que capturaron la imaginación del romanticismo temprano, sobre todo en su versión inglesa y alemana[44]. Insiste en repetir la hazaña en su famoso Capricho no. 43 y le otorga el nombre de monstruos a los productos de la imaginación del durmiente: ya no burros burlescos, sino también murciélagos, buhos y gatos. Goya feminiza al durmiente preso de su delirante imaginación e insiste en la melancolía, enfermedad típicamente feminizante, sobre todo para la medicina del siglo XVIII. Se confunden así en Goya pesadilla, monstruosidad, caricatura, feminidad y creación artística. Goya, al igual que la durmiente de Füssli, se nos presenta a sí mismo rodeado de su propia visión.
Ahora bien, a pesar de las semejanzas con Füssli, lo cierto es que también hay dramáticas semejanzas con las Visiones y visitas de Torres. Al ver a Quevedo en el momento en que se materializa el fantasma en su primera visión, Torres describe así al conceptista barroco:
[E]staba estorbando mi respiración echado de bruces sobre mi almohada un semblante que calzaba unos veinte puntos de facciones hinchadas con la violencia de la postura. Las melenas, que parecían ramal de penitente, cabellos cilicios entre púa y pelote, tan rucios como rodados, servían de limpiadera de mis barbas. Por bigotes tenía dos mecheros de velón, y una pera como rabo de cochino y tan larga, que le hacía roscas en la golilla; los ojos entre vidrios, y sus anteojos y los míos formaban tan aguda su visión, que me pareció que me miraba con dos chuzos […].[45]
La descripción de Quevedo, agachado de cabeza sobre el pecho y la cara del durmiente Torres, se presenta como un íncubo que se describe como un rucio —según definido en 1732 como Lo que tiene, ò es de color pardo claro, blanquecino o canoso. Aplícase a las bestias caballares[46]—. De modo que, en la imagen de Quevedo, Torres fusiona el íncubo con el caballo, igual que parece hacerlo Goya en su Capricho no. 40, lo cual colocaría esta imagen más cerca de Torres que de Füssli y la tradición que sustenta su cuadro La pesadilla en el argumento de Starobinski. Después de todo, hemos visto que Goya afirma su independencia de toda tradición pictórica en el caso de Los Caprichos. No descarta, sin embargo, el recurso a la literatura, y así afirma, en un pasaje ya citado del anuncio de la venta de sus Caprichos, que censura […] los errores y vicios humanos (aunque parece [oficio] peculiar de la eloqüencia y la poesia). Acaso, en efecto, Goya haya recurrido específicamente a las Visiones y visitas de Torres para configurar sus sueños monstruosos.
En cada una de sus tres Visiones, Torres alude al sueño como marco de la visita de Francisco de Quevedo y Villegas a su dormitorio y, con él, a la Corte madrileña.
A la héctica llama de un viudo candil […] de astrólogo […], estuve anoche aguantando la mecha y enojando los párpados, que los quiero sobre las niñas de mis ojos, por brujulear las dicciones de un curioso libro que ha meses que le doy mi lado, porque me despierta el sueño. Y por más porfiaba a vencer con mi atención los esperezos de la mugrienta luz, pudo más su flaqueza que mi constancia; pues en la palidez de sus congojas se desmayaron ante mis pestañas. […T]iré dos azotes al aire para que acabase de un soplo la vida [… y…] del primer calcetazo le prendí las narices al candil. […] Tirados todos, el libro en la silla, el candil por tierra y yo en mi catre, enrosqué los lomos, di dos suspiros al aire, y eché de golpe la cabeza en mi almohada. Y al caer se enterraron la mitad de mis facciones, hasta medias narices; y como el dibujo de las ancas, muslos y suras se distinguía sobre la manta, quedé un medio perfil, metamorfosis entre galgo y astrólogo, que si me hubiera visto, se horrorizara San Antón. Sin susto de cosa de esta vida, llamé al sueño; y en breve espacio de si viene o no viene, me pintaba la consideración despostrada (¡válgame Dios, qué acuerdo tan natural!) las parecidas imágenes de cama y sepultura, muerte y sueño, acreditándome este desengaño mi memoria […] Pero con un filósofo descuido me sacudí de esta melancolía, considerando que aunque el sueño es muerte, era para mí entonces el dormir media vida. […F]ui perdiendo por un instante el tacto de los ojos y la vista de los otros tres sentidos y medio; y cuando, a mi parecer, el discurso echaba más despabilado, viene el sueño y, ¿qué hace?, da un soplo a la luz de la razón; y me dejó el alma a buenas noches y a mí tan mortal, que sólo cuatro ronquidos, unos por boca y otros por lo que no se puede tomar por boca, eran asqueroso informe de mi vitalidad. [47]
Varios elementos son fundamentales en este fragmento de lo que Torres tituló Preámbulo al sueño. Primero que nada, el texto presenta la escena del estudioso soñoliento que lee a la luz de un candil un libro curioso que le mantiene a él despierto, y despabilado a su candil de astrólogo. Sabemos, por el afán autobiográfico de Torres, que su fuente principal de ingresos era la publicación de un Pronóstico anual que firmaba con el nom de plume Gran Piscator de Salamanca y que, incluso, su cátedra de matemático en la Universidad de Salamanca se fundamentaba en su reclamo de su sabiduría astrológica.[48] No es, pues, extraño, que desde el preámbulo a la primera visita de Quevedo, Torres estableciera un vínculo entre la astrología[49] y lo que se desenvolvería como sueños o visiones del tipo profético que la literatura médica y demonológica del siglo XVII había caracterizado como el tipo de sueño inspirado que solía tener el individuo melancólico[50], abrumado por la pereza y la abulia, como Torres mismo se describe en varios de los pasajes citados.
El carácter siniestro del sueño de Torres se prefigura en la descripción monstruosa de sí mismo como durmiente hundido en su almohada, con el perfil hendido a la mitad, metamorfoseado en extraño híbrido de galgo y astrólogo que horrorizaría a San Antonio. Acaso se anticipa el tipo de visión que sobrevendrá: las visiones del santo en el desierto, que constituirían sus monstruosas tentaciones. No hay más que recordar la muestra de pinturas del Bosco que obraban en la colección real a principios del siglo XVIII, que probablemente Torres conoció en sus visitas a y estadías con la familia real. De hecho, el proceso de mostración del monstruo lo advierte Torres desde el prólogo mismo de sus Visiones y visitas:
Si te determinas a leer, te advierto que sea con alguna reflexión. Mira que no te quedes embobado como un salvaje en las pinturas de los mascarones que pondo a la entrada de las visitas; cuélate más adentro, y encontrarás doctrina saludable para conocer y huir los vicios de la edad. Si así lo haces, te hará buen provecho la lectura. [sic] [51]
El mascarón —definido en 1732 como La máscara grande. Llamanse assi regularmente unas caras mui grandes y disformes, con que se cubren los rostros ridículamente: y por semejanza se llaman assi las que fingen en las fuentes u otras obras de architectura, [sic] [52] — linda con lo monstruoso de la máscara de carnaval, que al ocultar el rostro, manifiesta el vicio que vive en el interior del sujeto. La monstruosidad opera así como una retórica de visibilización de los accidentes del alma, hibridación alegórica y heteróclita de alma manifiesta en la carne.
La extrañeza y falta de verosimilitud de los diferentes aspectos del mundo narrativo presentado se le achacan a la situación onírica, y de ella derivan también los abundantes chistes y exhuberantes ludi verborum que Torres introduce con su habitual jocosidad. Se crea en esta obra de Torres un interesante juego entre las prolijas ecfrasis de los diferentes personajes que van apareciendo, y los títulos mismos de cada visión y visita, ya que éstos funcionan como la contestación a una elaborada adivinanza: el título ancla la descripción, pero la descripción opera como una delirante amplificatio de los personajes aludidos en el título que se vuelven literalmente monstruosos en tanto poseedores del atiborramiento de una constitución híbrida y heteróclita y en tanto con su amalgamada construcción representan o hacen visible aquello monstruoso que llevan por dentro.
Según José Miguel Cortés:
[los seres monstruosos] equivalen a aquello que representa una amenaza para la integridad de un sistema o de un individuo, un elemento que se opone a las estructuras que constituyen la vida. Se presentan siempre como una diferencia, una distinción en relación a la naturaleza. […] Transgreden las fronteras establecidas y cuestionan las normas sociales. Lo monstruoso sería aquello que se enfrenta a las leyes de la normalidad. Unos monstruos traspasan las normas de la naturaleza (los aspectos físicos), otros las normas sociales y psicológicas, pero ambos se juntan, en el campo del significado, en la medida que, normalmente, lo físico simboliza y materializa lo moral. La dualidad bondad/maldad es una proyección sentimental del maniqueísmo bien/mal, es una fuente de inspiración clásica que, también, adquiere otras dicotomías como vida/muerte, instinto/razón, orden/desorden, antropomorfismo/bestialidad, naturaleza/ciencia o humano/mecánico. Lo monstruoso perturba […] las leyes, las normas, las prohibiciones de que la sociedad se ha dotado para su cohesión. [53]
Esta visibilización amenazante no es, en Torres, la excepción —la diferencia—, sino la normalidad o la mismidad. El personaje de Torres advierte estar asediado por un entorno monstruoso, en el cual ni él mismo parece ser la excepción: “híbrido entre galgo y astrólogo” digno de un cuadro de San Antonio, Torres mismo no puede escapar a la aceleración metamórfica que, según él mismo, caracteriza a su época como época en que ya no hay —como hemos visto— hipócritas ni falsarios y todo se ve. De modo que el revelador “mascarón” resulta ser el rostro mismo de los personajes que se nos van revelando a través del texto de las Visiones y visitas. Veamos tres de los “mascarones” de Torres:
[E]l dicho colega [químico], más sorbido que la quina y más largo que cura de buboso; hombre soga, ayuno de mofletes; dos astas de paleto por quijadas; los ojos caninos, y aupándose por las cejas a roerse las comisuras del cerebro; las narices y los mocos colgando, desmayadas de necesidad sobre los bezos y roídas de dos sabañones franceses, que tenían aposentados en las ventanas. Era un verdadero país de la hambre y copia viva del ayuno, porque predicaba carencias por todas sus coyunturas.[54]
Era el salvaje [cocinero] muy pleonasmo de cabeza, llevando sobre un cuello ganapán un protocimborrio; pordiosero de frente, de la que sólo tenía un retazo; carcomido de cejas, ratonado de pestañas; sus ojos tan alegres, que en sus movimientos se escuchaban folías y fandangos; la vista encharcada de mosto, de suerte que miraba por azumbres. Parecióme que traía el alma en remojo; cada miradura era un cohete, y cada ojeo una chamusquina; naris de folio, en además de porra de vaquero; los dientes tan anchos y en tal disposición, que no era posible hallarle la vaina en los labios; traía en el rostro abundancia de granos, que cogió en la familiaridad de los racimos; finalmente, el bestia era de tan horrible aspecto, que hedía su semblante a cuantos le miraban. Cierto que juzgué que cuando lo formó su Artífice, estaba a oscuras, o que al tiempo de su fábrica estuvo borracha la naturaleza.[55]
La monstruosidad en estos pasajes no sólo está basada en la visibilización de la interioridad corrupta, sino en la hibridez con la cual dicha corrupción se manifiesta. Torres mezcla elementos de distintos cuerpos y forma rasgos de la cara con palabras y frases. Es así que Torres construye descripciones en las cuales el lenguaje mismo, al hibridarse mezclando palabras y cosas, se vuelve monstruoso: una descripción para hacernos visible el monstruo y, en consecuencia, el lenguaje que lo nombra monstruo.
Además, en el texto de Torres, las profesiones más anodinas, comunes o útiles a la sociedad, aparecen monstruosas, como si la cotidianidad misma del trabajo diurno se hubiera corrupto para degenerar en una cotidianidad monstruosa y nocturna. Aprovecha así Torres las iconologías de las profesiones en la Edad Media — muchas de las cuales aparecen representadas en las archivoltas de las catedrales— y en el Renacimiento —por ejemplo, en las variadas y detalladas ilustraciones del Ståndebuch o Libro de los oficios —[56], y las convierte en pasto infernal, en seres del otro mundo, que no es otro que el mundo en el cual le ha tocado vivir. El monstruo de Torres se abreva del descaro de la cotidianidad corrupta, en la cual cada profesión es una oportunidad de abusar de los demás. De modo que la iconología de las profesiones adquiere en Torres los rasgos mórbidos del mundo marginal de la noche, tiempo del sueño durante el cual no se suele trabajar. De modo que el mundo del trabajo queda arropado por la noche y se vuelve monstruosamente ocioso, improductivo, inmoral.
De igual modo, Los Caprichos de Goya están enmarcados en un ambiente nocturno y oscuro, pleno de metamorfosis operadas en la sombra, de caracteres siniestros, de caminos hollados por la melancolía, la saturnalia y la brujería. En sus caprichos, Goya trabaja con los seres marginales de la noche: prostitutas, monjes corruptos, brujas, celestinas, petimetres y currutacos, borrachos, ladrones de tumbas, ancianas remozadas, duendes, híbridos de hombre y murciélago, que, en conjunto, forman un carnaval nocturno. Goya, al igual de Torres, saca de la oscuridad y hace manifiestos aquellos vicios que el artista considera son los más dañinos en la sociedad de su momento. En Goya, el vicio se convierte en oficio. De ahí que la brujería y la prostitución sean temas favoritos de las imágenes de Goya.
Tanto en las Visiones y visitas como en Los Caprichos, el sueño atenúa la crítica abierta a usos y costumbres, y da pie a una proliferación lingüística cifrada en ejercicios de ingenio que bien pudieran considerarse agudezas, en el sentido que Gracián le dió a este término en pleno Barroco español[57]. El lenguaje del sueño, así como sus imágenes, es lenguaje críptico, lenguaje desatado que apenas oscuramente se relaciona con lo narrado mediante enrevesadas analogías. No puede escapársenos la redundancia formal que vincula la imagen del sueño con el lenguaje que la narra —en el caso de Torres—, y la imagen grabada con su calce, en el caso de Goya. Este lenguaje quizás describe, quizás define, quizás explica, y quizás también y sobre todo oscurece el propósito mismo de construcción de las imágenes. Podría decirse que la prosa de Torres es deliberadamente pictórica, así como la imaginería de Goya es deliberadamente gnómica, en tanto se propone, al recurrir a calces explicativos, moralizar sus imágenes. Se cruzan así el ánimo doctrinal y moralizante de la prosa de Torres —que tiende a crear emblemas verbales típicos de las descripciones que acompañan las iconologías de ilustradores como Ripa, Alciato y Covarrubias—, del mismo modo en que Goya recaptura la tradición iconológica, tanto, creo yo, por pretender crear un vínculo entre lenguaje e imagen, como por explicar el pequeño mundo del hombre según lo hicieron los magos, ocultistas y alquimistas que rigieron la literatura del Renacimiento y el Barroco en toda Europa, desde Marsilio Ficino y Giordano Bruno, hasta Shakespeare, Cervantes y tantos otros, hasta desembocar en el burlesco astrólogo Diego de Torres Villarroel.
El sentido cierto del lenguaje, en Torres y en Goya, se trunca o se pervierte. En las ecfrasis de Torres, se mezclan imágenes que amontonan elementos de órdenes diversos que hacen estallar todo orden. En Goya, el truncamiento del gnomon que hace de calce deja abierta la interpretación, creando seria incertidumbre en cuanto a si la imagen constituye o no una versión redundante y grotesca de su calce. La ambigüedad hace su agosto y el lenguaje escapa así de las cerradas poéticas neoclásicas de las que la de Luzán es preclaro ejemplo. El capricho prima por sobre todo orden, la errancia lingüística se apodera del ámbito discursivo, imagen y palabra se vuelven contra toda referencia cierta en un juego verbal-imaginístico que no respeta regla alguna. No debe sorprendernos el que Torres se queje de los viciosos parodiadores y satiristas que constantemente lo atacan, y que pasan a formar parte substancial de su tercera visión y visita: este asedio crítico no hace más que demostrar los problemas de inteligibilidad del texto de Torres, dada la inestabilidad de su lenguaje. Lo mismo ocurre con Goya, que se ve forzado a advertir que ninguna de sus imágenes está hecha para ridiculizar “los defectos particulares á uno ú otro individuo”.[58] Este escamoteo del referente, lanza el signo a la deriva del sentido, tal como la logorrea torresiana, abarrotada de ludi verborum, apenas alcanza un sentido cierto.
Torres Villarroel, con humor siniestro, intima que su protagonista astrólogo ha presenciado la transubstanciación de un siglo feliz —que nosotros llamamos dorado o de Oro— a un siglo excrementicio. Así, en su preámbulo al sueño de la Tercera visita, coloca a su protagonista hundido en excremento, uno de los elementos fundamentales para transubstanciar de la materia en oro. El toque de Midas adquiere un giro cruel: todo, en el siglo que le tocó vivir a Torres, se ha vuelto excremento, basura.
Conocemos la relación simbólica entre lo excrementicio y lo monstruoso. Nos la recuerda brillantemente Georges Bataille en su summa La part maudite[59]. La preocupación social por la impureza tiene que ver, primordialmente, con la necesidad de desembarazarse de todo aquello que resulte inmundo, corrupto, en proceso de volverse acuoso y amorfo: lo descompuesto, la basura, el cadáver. La salud de la comunidad depende de mantener una nítida frontera entre lo sano y lo corrupto, lo alimentario y lo excrementicio, lo humano y lo inhumano. Todo desperdicio es inquietante, amenazante, potencialmente mortífero. No hay nada más desestabilizante para la comunidad que la proximidad de aquella parte maldita que amenaza con el contagio. De ahí que, como lúcidamente argumenta Mary Douglas, lo puro no se opone a lo impuro, sino a lo peligroso. El repertorio de características que se suelen atribuir a lo impuro son, en realidad, emblemas del peligro de la contaminación.[60]
La hibridación metamórfica que opera como máquina desestabilizadora del orden de la forma tanto en las Visiones y visitas de Torres, como en Los Caprichos de Goya, nos señala hacia el mundo de lo impuro. La debacle de lo humano se significa mediante metamorfosis: pero en el caso de Torres y de Goya, el más allá de la forma es, literalmente, el mundo del más allá: la muerte de la forma. Sueño y metamorfosis se hermanan precisamente al abolir toda forma. Los personajes de los sueños de Torres y de Goya son, en esencia, versiones del sujeto que deviene cadáver, del sujeto marginal que se desconoce como sujeto y se descompone. Vienen a ser lo sucio, en el sentido que le otorga a este concepto Mary Douglas: As we know it, dirt is essentially disorder[61]. Añade esta autora:
Where there is dirt there is a system. Dirt is the by-product of a systematic ordering and classification of matter, in so far as ordering involves rejecting inappropriate elements.[62]
La escritura desatada —en sentido cervantino— de Torres, y las imágenes igualmente desatadas de Goya, son un intento desesperado de conjurar lo sucio hegemónico que escapa de todo intento de purificación y clasificación. ¿Puede la sociedad desechar lo sucio? Tanto Torres como Goya guardan silencio ante esta espinosa pregunta.
Ahora bien, tanto Torres como Goya emblematizan lo sucio con los cuerpos de sus personajes al asimilarlos con imágenes del culo y sus concomitantes excrementos. Ya mencioné la escena inicial del tercer sueño de Torres, pero a través de todo el libro se insiste en imágenes groseras en las que se asimila el rostro inhumanizado a las excrescencias grotescas del culo:
Ves aquí —le dije a Quevedo—; éste es el que tocaba antes, que es un aprendiz de basurero, fregón de rostros y desmontador de traseros lanudos.[63]
[U]n culo de bacía pos casco, dos aventadores por orejas, que parecían asas […]; tan mocoso, que acudía a sonarle la pringue por momentos […].[64]
Goya también se fija en este ubicuo orificio que, según Douglas, representa un punto de entrada o salida de unidades sociales [65]. Así lo vemos en los Caprichos no. 13 Están calientes, no. 18 Y se le quema la casa, no. 19 Todos caerán, no. 20 Ya van desplumados
), no. 21 Qual la descañonan!, no. 25 Si quebró el cántaro, no. 26 Ya tienen asiento), no. 56 Subir y bajar), no. 62 Quien lo creyera!), no. 63 Miren que grabes), no. 65 Donde va mamá?, similar en estructura al no. 63, no. 67 Aguarda que te unten, no 68 Linda maestra, en el cual la maestra, en vez de darle la cara a la alumna bruja, le da el culo, no. 69 Sopla), no. 70 Devota profesión, no. 71 Si amanece, nos vamos y no. 75 ¿No hay quien nos desate?. Nótese que Goya hipercaracteriza esta parte del cuerpo y su orificio, especialmente en lo que tiene que ver con la prostitución y la brujería. Ambas son profesiones claramente excrementicias, lo cual obedece a creencias saturnales que registran cuidadosamente los estudiosos de la alquimia y las ciencias ocultas en la modernidad temprana.Vale señalar que la alquimia relaciona lo corrupto y excrementicio con el sueño saturnal. Alexander Roob, en su profusamente ilustrado libro El museo hermético. Alquimia y mística[66], pormenoriza la importancia del caos y de la noche saturnal, ya que es Saturno el que rige la fase negra de la putrefacción. Es de esta substancia excrementicia —materia prima— que proviene el oro de Apolo, lo brillante y civilizado. El sueño de Saturno implica la latencia durante el período de putrefacción, y así puede decirse que, si Torres estuviese citando esta tradición, representada en los textos de Michael Maier, Atalanta fugiens (1618), y otros que fueron muy famosos en el Renacimiento y el Barroco, debería terminar su libro con un episocio de resurrección, como en efecto lo hace al final de sus Visiones, en tanto se niega a entrar con Quevedo a la tumba y despierta despavorido en su propia habitación. Goya también culmina su portafolios con una imagen de despertar del sueño en su Capricho no. 80, Ya es hora, en el cual representa a unos brujos-monjes-diablos desperezándose sin ambages o recato alguno. Las Visiones y visitas de Torres y Los Caprichos de Goya tienen clausuras similares: despertar, renacer.
Sin duda puede decirse, además, con un similar humor tetánico, que tanto Torres como Goya parodian la tradición alquímica, y hasta puede decirse que bromean con transformar sus excrementicios libros en oro tintineante, en buenos reales. Hay que recordar que estos dos autores están preocupados sobre todo por la venta de sus respectivos productos, si bien caprichosos o excrementicios. Ambos son, entonces, alquimistas verdaderos, en tanto convierten el excremento de su imaginación en oro de buena ley. Con gustosa ironía ambos regresan, pues, al orden marcado por los mercados de bienes materiales y los intercambios simbólicos.
Este repaso de las obras de Torres Villarroel y Goya arroja un poco más de certidumbre en cuanto al posible vínculo textual entre los dos artistas. Mi lectura, si bien arriesgada y en ocasiones abrupta, se ha limitado a tentar posibilidades y a abrir un poco más la puerta saturnal que parece permitir detectar una tradición oscura, apenas discernible, cuyos rastros sean estos dos extraordinarios creadores españoles del siglo XVIII que, en vez de nutrirse del entusiasmo ilustrado, prefirieron pintar el lado oscuro y problemático del Siglo de las Luces.
[1] Folke Nordström. «El capricho número 43». Goya, Saturno y la melancolía. Consideraciones sobre el arte de Goya. Carmen Santos, trad. Madrid:Visor (1989), pp. 141-160. Regresar
[2] Diego de Torres Villarroel. Visiones y Visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte. Edición de Russell P. Sebold. Madrid: Espasa Calpe [Clásicos Castellanos] (1976). Víctor García de la Concha. La historia de la literatura española Siglo XVIII (2 vols). Madrid: Espasa-Calpe (1995) y a Joaquín Alvarez Barrientos. La novela del siglo XVIII. Madrid: Júcar (1991). También a Francisco Sánchez Blanco. La mentalidad ilustrada en España. Madrid: Taurus (1999); y a Francisco La Rubia Prado y Jesús Torrecilla (dirs.). Razón, tradición y modernidad: revisión de la Ilustración hispánica. Madrid: Tecnos (1996). Regresar
[3] Ricardo D’Auria. «Visiones esperpénticas en Don Diego de Torres Villarroel». Revista de Estudios Hispánicos [Puerto Rico]. Año XX (1993), p. 137. Regresar
[4] Ibid. D’Auria se refiere, entre otros, a los trabajos del Bosco y de Juan de Valdés Leal. Si bien D’Auria registra tras los lienzos y paneles de estos dos pintores «la zoomorfia y el bestiario en la representación de lisiados y monstruos» en cuadros que «ponen de manifiesto la vanidad de las cosas humanas» al presentar «un gran número de figuras, todas en gran tumulto en diversas actitudes y posturas» en que el pintor «exalta tanto lo mortal como lo corrupto, lo truculento, lo terrorífico y lo espantable» (ibid., pp. 136-137), ambos pintores organizan la humanidad según los tipos morales de los tratados fisiológicos de la Antigüedad tardía, la Edad Media y el Renacimiento, e.g., el Fisiólogo, del Pseudo Aristóteles, los trabajos de Albertus Magnus y de Giovanni della Porta, que desembocarán en las obras de Lavater y de Gall, en el siglo XVIII.
Hay que señalar que los tratados de fisiología de la época establecen una relación alegórica entre la forma del cuerpo y la ‘forma moral’ del alma, entre los accidentes de la carne —fracturas, amputaciones, así como enfermedades visibles y deformantes como la lepra— y las actitudes morales de los invididuos. De hecho, estas fisiologías no hacen crean un código de correspondencias entre el mundo de la carne y el cuerpo, y el mundo del alma y sus pasiones. Las fisiologías, pues, advierten que la moral se manifiesta en las formas físicas, incluyendo las conductas en tanto entendidas como gestos que siguen a la forma del cuerpo. El afán fisionomista responde a la esperanza de que el mal se vuelva visible y, por lo tanto, evitable.
Ocurre que la iconización barroca de la monstruosidad es la manifestación o «mostración», en las artes, del mal oculto en el interior del individuo o el registro visible de su origen equívoco o de su historia personal de crimen o destemplanza, según los textos «cientificos». En esto, la literatura y el arte la modernidad temprana siguen de cerca una larga tradición que, en Occidente, comienza con el Polifemo homérico, recorre las diversas bibliotecas mitológicas, de Apolodoro a Ovidio, y desemboca en textos medievales como la Divina Commedia, de Dante. Nótese el interés en estos monstruos —y la relación entre la monstruosidad y la moralidad— en obras tan distantes en el tiempo como las Etimologías (ca. 620), de Isidoro de Sevilla (2 vols., Madrid: BAC (1993-1994), especialmente el «Libro XI: Acerca del hombre y los seres prodigiosos», ibid., vol II, pp. 13-56; El libro de las maravillas del mundo (1356-57), de Juan de Mandavila (Madrid: Visor (1984)); Monstruos y prodigios, de Ambroise Paré (Madrid: Siruela (1993)); los exhuberantes libros ilustrados de Teodoro de Bry, América (1590-1634) (Madrid: Siruela (1992) y Asia y Africa (1597-1628) (Madrid: Siruela (1999)) y de Jean-Michel Charcot, uno de los avatares en el estudio de la histeria y la moralidad femenina, Les disformes et les malades dans l’art. Paris: Lecrosnier et Babé (1889). Regresar
[5] André Chastel. El Grutesco. Ensayo sobre el «ornamento sin nombre». Miguel Morán Turina, trad. Madrid: Akal (2000). Wolfgang Kayser. The Grotesque in Art and Literature. Translated by Ulrich Weisstein. Bloomington: Indiana U Press (1963). Geoffrey Galt Harpham. On the Grotesque. Strategies of Contradiction in Art and Literature. Princeton: princeton U Press (1982). Regresar
[6] Según los renacentistas, los primeros ejemplos de este ornamento «sin nombre» aparecieron en la excavación arqueológica que descubr ió la «Domus Aurea» de Nerón, cuyas habitaciones le parecieron a los arqueólogos «grutas» o cavernas». Los adornos caprichosos e imaginativos de las paredes vinieron a llamarse «gruttesco». Regresar
[7] Valeriano Bozal sugiere los «gridi» de Carraccio y los Scherzi y Capricci de Tieppolo, en Goya y el gusto moderno. Madrid: Alianza Editorial (1994), pp. 104-110, que, en el contexto español del s. XVIII pudieron estar representados por las escalofriantes esculturas de Bernini del alma salvada y el alma condenada, que generaron cientos de imitaciones, algunas de las cuales obraban en colecciones españolas de los siglos XVIII y XVIII. Irving Lavin. «Bernini’s Portraits of No-Body». Past and Present. Essays on Historicism in Art from Donatello to Picasso. Berkeley: U of California Press (1993), pp. 101-137. Regresar
[8] Las meditaciones fúnebres de los «Graveyard Poets», especialmente del poemario Night Thoughts, de Edward Young, giran en torno a la caducidad de la vida y el interés (posiblemente heredado de los llamados «Metaphysical Poets» y especialmente de George Herbert) en la vida ultraterrena, la salvación del alma y el «triunfo cristiano». William Blake selecciona este poemario para ilustrarlo y lo publica en 1797. Si se examinan las ilustraciones estilizadas y gráciles que Blake realiza para los textos de Young —y que se publican dos años antes que Los Caprichos, de Goya— habrá que decir que nada tienen que ver con la atmósfera siniestra y malsana, de corrupción moral y trazo grotesco, que carateriza a Los Caprichos. Véase Edward Young. Night Thoughts, or The Complaint and The Consolation. Illustrated by William Blake. New York: Dover (1996). Regresar
[9] El poema titulado «Elegía moral II, a Jovino: el melancólico», de Meléndez Valdés propone algunas imágenes compatibles con el calce de Goya al Capricho Núm. 43, «El sueño de la razón produce monstruos». El texto de Meléndez lee así, en lo pertinente: «La noche melancólica al fin llega / […] / Así huyendo de todos, sin destino, / perdido, extraviado, con pie incierto, / sin seso corro estos medrosos valles, ciego […] / […] / todo, todo, / se trocó a un infeliz: mi triste musa / no sabe ya sino lanzar suspiros, / ni saben ya sino llorar mis ojos, / ni más padeecer mi ttierno pecho. / En él su hórrido trono alzó la oscura / melancolía, y su mansión hicieran / las penas veladoras, los gemidos, / la agonía, el pesar, la queja amarga, / y cuanto monstruo en su delirio infausto / la azorada razón abortar puede.» Juan Meléndez Valdés. Poesías selectas. La lira de marfil. Edición de J.H.R. Polt y Georges Demerson. Madrid: Castalia (1981), pp. 200-201. Ver, además del texto citado de Nordström, Edith Helman. «La intención artística de Goya, pintor de capricho». Trasmundo de Goya. Madrid: Alianza Editorial (1993), pp. 141-208.
A pesar del contemptus mundi que exhiben, como pose poética, José Cadalso, Juan Meléndez Valdés y Gaspar Melchor de Jovellanos, ninguno exhibe en sus textos «melancólicos» la brutalidad de la crítica social concreta que presentan tanto Torres como Goya. Si se piensa en las Noches lúgubres de Cadalso, o en el poema citado de Meléndez Valdés, no hay más que pensar en la conexión entre éstos y la poesía «metafísica» o fúnebre inglesa. La violencia que caracteriza a Torres y a Goya los saca de este patrón universalizante que abole toda referencia concreta a la contemporanidad. Estos escritores, al igual que Young, Gray y Blake, estilizan todo trazo grotesco y suavizan el horror de la muerte. Regresar
[10] Joseph Addison, en el ciclo de ensayos titulado «The Pleasures of the Imagination», publicados en el periódico The Spectator en el verano de 1712, habla de la relación entre la imaginación y la monstruosidad, pero, para él, existe placer en la contemplación de lo horrible o monstruoso. «La imaginación apetece llenarse de un objeto, y apoderarse de alguna cosa que sea demasiado gruesa para su capacidad. Caemos en un asombro agradable [«pleasing astonishment»] al ver tales cosas sin término; y sentimos interiormente una deliciosa inquietud y espanto [«delightful stillness and amazement»] [cuando las aprehendemos]. […] Todo lo que es nuevo o singular [«uncommon»] da placer á la imaginacion; porque llena el ánimo de una sorpresa agradable. […] Esta misma extrañeza es la que presta encantos [«charms»] á un monstruo; y nos hace agradables las imperfecciones mismas de la naturaleza.» Joseph Addison. Los placeres de la imaginación y otros ensayos de The Spectator. Traducción de José Luis Munarriz [publicada originalmente en 1804] y edición, introducción y notas de Tonia Requejo. Madrid: Visor (1991), pp. 139-140. He introducido en la traducción de Munarriz, entre corchetes, algunas palabras del texto original para precisar el sentido de las palabras de Addison. Las he tomado de [Joseph Addison]. «No. 411, Saturday, June 21, 1712». The Spectator; A New Edition Carefully Revised, in Six Volumes. Alexander Chalmers, ed. New York, Appleton and Company (1879), Vol. V, pp. 34-35.
La relación entre el placer de la imaginación y el placentero estremecimiento de lo sublime (la reacción estética ante lo monstruoso), que revalora la retórica de lo sublime que rescató Boileau del famoso tratado de Longino, capturó la especulación de importantes pensadores del siglo XVIII, notablemente Edmund Burke, cuyo tratado An Enquiry Concerning the Origin of Our Ideas of the Sublime and The Beautiful (1756), desembocó en la importante «Analítica de lo sublime», parte de la Crítica del juicio (1788), de Inmanuel Kant, e impactó la ensayística estética de todo el romanticismo. Claramente, lo monstruoso de Torres y de Goya cae fuera de esta «experiencia estética» que mantiene siempre los paradigmas de la racionalidad. Contrario a Goya, para Kant, la razón nunca duerme… Regresar
[11] Valeriano Bozal. «Los Caprichos: el mundo de la noche», en op. cit, pp. 99-133. Regresar
[12] D’Auria, op. cit. Regresar
[13] «Ecfrasis», en retórica, se refiere al ejercicio discursivo de la descripción. «Gnómico» se refiere al discurso sintético que hermana el refrán popular con el apotegma filosófico. Regresar
[14] En general, Mijail Bajtín. La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. Madrid: Alianza Editorial (1997). Regresar
[15] Diego de Torres Villarroel. Correo del otro mundo / Sacudimiento de mentecatos. Edición de Manuel María Pérez López. Madrid: Cátedra (2000), pp. 100-101. Regresar
[16] Guy Mercadier. «Le sejour medrilène: Diego devient célébre». Diego de Torres Villarroel: Masques et Miroirs (Tome I). Lille: Atelier Reproduction de Thèses, Université de Lille III (1976), pp. 65-105. Regresar
[17] Torres Villarroel, Visiones y visitas, op. cit. Regresar
[18] Ibid., pp. 22-23. Las bastardillas son mías. Regresar
[19] Es tópico común de las poéticas didácticas, especialmente en la Edad Media. Véase, por ejemplo, el prólodo al Conde Lucanor, de Juan Manuel, y los múltiples prólogos de La Celestina, de Fernando de Rojas. Regresar
[20] Torres Villarroel, Visiones y visitas, op. cit., p. 24. Regresar
[21] Ibid., pp. 108-109. La bastardilla es mía. Regresar
[22] Real Academia Española. Diccionario de Autoridades O-Z. Edición facsímil [de la edición de 1732]. Madrid: Gredos (1990), p. 283. Regresar
[23] Edith Helman. Trasmundo de Goya. Madrid: Alianza Editorial (1993), pp. 48-49. En general sobre Goya me he nutrido de la lectura de varios autores: José Gudiol. Goya. New York. Harry N. Abrams (1964); Alfonso Pérez Sánchez y Eleanor Sayre (eds.). Goya and the Spirit of Enlightenment. Boston: Bulfinch Press, Little, Brown and Co. (1989); Janis A Tomlinson. Goya en el crepúsculo del Siglo de las Luces. Madrid: Cátedra (1993); Andrés úbeda de los Cobos. Pensamiento artístico español del siglo XVIII. De Antonio Palomino a Francisco de Goya. Madrid: Museo del Prado (2001). Y Jesusa Vega, ed. Velázquez y Goya. Zaragoza: Diputación de Zaragoza (2001). Regresar
[24] Luego de redactado el grueso de esta parte de mi ensayo, tuve la oportunidad de leer un excelente ensayo de Victor Stoichita y Ana Maria Coderch sobre el anuncio del portafolios de Goya, titulado «Goya’s Pharmacy», parte del excelente libro Goya. The Last Carnival. London: Reaktion Books (1999), pp. 155-191. Aunque los autores comentan en detalle las consecuencias simbólicas del anuncio, y aunque trazan las fuentes con minucia casi obsesiva y detectan, entre ellas, los Sueños, de Quevedo, omiten toda mención a Torres y sus Visiones y visitas, más cercano al pintor aragonés. He leído con interés las múltiples tangencias con mi propuesta interpretativa, especialmente en lo que atañe a la importancia del desengaño. Regresar
[26] Real Academia Española, op. cit., p. 162. Regresar
[27] Helman, op. cit., p. 48. Regresar
[28] Real Academia Española, op. cit. A-C, p. 153. Regresar
[29] Stoichita y Coderch, op. cit., pp. 155-165. Regresar
[30] Torres Villarroel, Visiones y visitas,op. cit., p. 107. Regresar
[32] Jacques Derrida. «Plato’s Pharmacy». Dissemination. Traducción de Barbara Johnson. Chicago: The U of Chicago Press (1981), especialmente «The Pharmakon», pp. 95-116. Ver el discurso de Erixímaco en Platón. Banquete. Diálogos Vol. III. Traducción y edición de M. Martínez Hernández. Madrid: Gredos (1997), pp. 214-220. Regresar
[33] Sigmund Freud. La interpretación de los sueños (Primera parte). Obras completas. Vol. IV. James Stratchey y Anna Freud, eds. Buenos Aires: Amorrortu (1994). Regresar
[34] Artemidoro. La interpretación de los sueños. Introducción, traducción y notas por Elisa Ruiz García. Madrid: Biblioteca Clásica Gredos (1989). Regresar
[35] Frances Yates. El arte de la memoria. Madrid: Taurus (1974); Erwin Panofsky. Gothic Architecture and Scholasticism. New York: Meridian Books (1970); George A. Kennedy. A New History of Classical Rhetoric. Princeton: Princeton U Press (1994); Luis Albuquerque García. El arte de hablar en público. Seis retóricas del siglo XVI. Madrid: Visor (1995); Bice Mortara Garavelli. Manual de Retórica. Madrid: Cátedra (2001). Regresar
[36] E origen del motivo puede encontrarse en el mito de Er con el cual cierra Platón su ponderosa República. Platón, no obstante, no recurre al sueño como situación de la experiencia de Er. Platón. República. Diálogos VI. Introducción, traducción y notas de Conrado Eggers Lan. Madrid: Biblioteca Clásica Gredos (1998). Regresar
[37] Marco Tulio Cicerón. Sobre la República. Sobre las Leyes. Madrid: Tecnos (1986). Regresar
[38] Dante Alighieri. Divina Comedia. Versión poética de Abilio Echeverría. Madrid: Alianza Editorial 1995); Guillaume de Lorris y Jean de Meun. Roman de la Rose. Edición y traducción de Juan Victorio. Cátedra: Madrid (1987); Francesco Petrarca. Secretum. Opere; Giovanni Boccaccio. Amorosa Visione. A cura di Vittore Branca. Milano: Oscar Mondadori (2000). Regresar
[39] Francesco Colonna. Hypnerotomachia Poliphilii. Traducción e introducción de Jocelyn Godwin. London: Thames and Hudson (1999); y en español, la espléndida edición del Sueño de Polífilo. Edición y traducción de Pilar Pedraza. Barcelona: El Acantilado (1999). En la introducción a su edición española, Pilar Pedraza comenta: «Este libro es, en realidad, un injerto de poema alegórico de estirpe medieval y enciclopedia humanística de vocación totalizadora, ya que contiene una ingente gama de conocimientos arqueológicos, epigráficos, arquitectónicos, litúrgicos, gemológicos y hasta culinarios. De la mitología al ajedrez, de la astronomía al arte de recortar setos, en él están vertidos todos los conocimientos del autor, al que no es necesario imaginar experto en una u otra de estas artes, sino sintetizador de una serie limitada de fuentes literarias y de experiencias vitales en un mundo tan rico en estímulos como la Italia de fines del siglo XV, cuando los esplendores del ocaso medieval se confundían con los del alba de una nueva manera de entender las relaciones con la Antigüedad clásica.» Ibid., pp. 23-24. Regresar
[40] Teresa Gómez de Trueba. El sueño literario en Espaãa. Consolidación y desarrollo del género. Madrid: Cátedra (1999), pp. 50-58. Regresar
[41] Erika Langmuir. Allegory. London: National Gallery Publications (1997), p. 10. Ver, además, Northrop Frye, Anatomy of Criticism (1957); Angus Fletcher, Allegory: The Theory of a Symbolic Mode (1970); Diana de Armas Wilson, Allegories of Love (1991); Gay Clifford, The Transformations of Allegory (1974); Philip Rollinson, Classical Theories of Allegory and Christian Culture (1981); Edwin Honig, Dark conceit: The Making of Allegory (1959); Alistair Fowler, Kinds of Literature: An Introduction to the Theory of Genres and Modes (1982); Paul de Man, Allegories of Reading; Figural Language in Rousseau, Nietzsche, Rilke, and Proust (1979). Regresar
[42] Helman, op. cit, p. 48. Regresar
[43] Jean Starobisnki. «La visión de la durmiente». La posesión demoníaca. Tres estudios. Traducción de José Matías Díaz. Madrid: Taurus (1975), p. 94, n. 4. Regresar
[44] Ver Albert Béguin. El alma romántica y el sueño. México: Fondo de Cultura Económica (1966). Regresar
[45] Torres Villarroel. Visiones y visitas, op. cit., p. 19. Regresar
[46] Real Academia Española, op. cit., p. 649. Regresar
[47] Torres Villarroel, Visiones y visitas, op, cit., pp. 14-16. Regresar
[48] Ver, en general, Mercadier, op. cit. Regresar
[49] La matemática y la astrología atestiguan su relación con la melancolía en las obras más populares del barroco español. Tenemos por un lado al desgraciado Grisóstomo, que se deja consumir por su amor no correspondido por Marcela en la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. Grisóstomo era geómetra, dedicado a la mensura de la tierra y, definitivamente, melancólico. Lo mismo Basilio, el errado padre astrólogo de Segismundo en La vida es sueño de Calderón de la Barca. Regresar
[50] Ver Roger Bartra. El Siglo de Oro de la Melancolía. Textos españoles y novohispanos sobre las enfermedades del alma. México: Universidad Iberoamericana (1998).
Así, la tradición médica española —fundamentada en una larga tradición sapiencial y médica relacionada con la melancolía, que incluía personalidades del calibre de Maimónides y Avicena— se refería al melancólico como lo había hecho antes la sabiduría árabe al menos desde el siglo XII, por ejemplo, la descripción del temperamento melancólico que hace Abu Masar: «En cuanto a Saturno, su naturaleza es fría, seca, amarga, negra, oscura, violenta y áspera. A veces también es frío, húmedo, pesado y de viento hediondo... la avaricia y la indigencia; los domicilios, los viajes por mar y las estancias largas en el extranjero, los viajes lejanos y malos; la ceguera, la corrupción, el odio, el dolo, la astucia, el fraude, la deslealtad, la nocividad...; el retiro al interior de uno mismo; la soledad y la insociabilidad; la ostentación, el afán de poder, el orgullo, la altivez, la jactancia; aquellos que esclavizan a los hombres y mandan, así como todas las acciones de maldad, fuerza, tiranía e ira; los luchadores; la esclavitud, el encarcelamiento, el secuestro, el cautiverio, la cautela, el habla honesta, la reflexión, el entendimiento, el ensayo, la meditación... el mucho pensar, la aversión al habla y la importunidad, la persistencia en un rumbo. Muy pocas veces se encoleriza, pero cuando se encoleriza no es dueño de sí; no desea bien a nadie; rige también a los ancianos y las personas displicentes; el miedo, los reveses de fortuna, los cuidados, los acosos de tristeza, la escritura, la confusión... la aflicción, la vida penosa, los apuros, la pérdida, las muertes, las herencias, los cantos fúnebres y la orfandad; las cosas viejas, abuelos, padres, hermanos mayores, sirvientes, lacayos, mendigos...; los cubiertos de oprobio, ladrones, sepultureros, ladrones de cadáveres, curtidores y los que cuentan cosas; la magia y los rebeldes; la gente de baja cuna y los eunucos; el largo reflexionar y poco hablar; los secretos, y es así que nadie sabe lo que hay en él ni él lo muestra, aunque conoce toda ocasión oscura. Rige la autodestrucción y las cosas de hastío.» Abu Masar, Introducción a la Astrología. Citado en Raymond Klibansky, Erwin Panosfky y Fritz Saxl, Saturno y la Melancolía: Estudios de la historia de la filosofía de la naturaleza, la religión y el arte. Madrid: Alianza Editorial, 1991, pág.142.
En otro texto más reciente de Roger Bartra —Cultura y melancolía. Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro. Barcelona: Anagrama (2001), esp. pp. 31-87— se hace explícita la alusión a los sueños demónicos y a la demonología melancólica. Tanto Bartra como Teresa Gómez Trueba, op. cit., trabajan, por ejemplo, los sueños de Lucrecia, una joven «profetiza» cuyos sueños fueron documentados cuidadosamente por la Santa Inquisición durante el siglo XVII en España. Recordemos, en este contexto, el sueño de la bruja en El coloquio de los perros, de Miguel de Cervantes, durante el cual la bruja pierde el conocimiento y se presume transportada a exóticos aquelarres. Se trata de sueños límites entre el espacio del bien y el espacio del mal, y la optatividad por uno u otro espacio parece ser signo inequívoco del poder de la bruja. La ambigüedad del espacio de lo demónico —nocturno, ominoso— caracteriza tanto las visiones de Torres como los Caprichos de Goya. Regresar
[51] Torres Villarroel. Visiones y visitas, op. cit., p. 18. Regresar
[52] Real Academia Española, op. cit, D-ñ, p. 508. Regresar
[53] José Miguel Cortés. Orden y caos. Un estudio cultural sobre lo monstruoso en el arte. Barcelona: Anagrama (1997). Ver también Jeffrey Gerome Cohen. «Monster Culture (Seven Theses)». Monster Theory. Reading Culture. Minneapolis: Minnesota U Press (1996), pp. 3-25. Regresar
[55] Ibid., pp. 120-121. Regresar
[56] Jost Amman and Hans Sachs. The Book of Trades (Ståndebuch). New York: Dover Publications (1973). Este libro constituye una colección de imágenes que ilustran las principales profesiones en su momento (1568), acompañadas de descripciones en verso. El paralelismo entre la organización y la presentación del libro de Amman y Sachs y la danza de la muerte de Holbein, de algún modo nos sugiere que Torres pudo haber conjugado los dos tipos de iconología en una sola: las profesiones ya corruptas bailando cada una su danza de la muerte. Ver, por ejemplo, la hermosa edición ilustrada de las danzas de la muerte españolas de Victor Infantes. La dança de la muerte (siglo XV – 1520). Madrid: Visor (1982). Incluye ilustraciones de Holbein y Merian. Regresar
[57] Así lo expresan tanto Nordström como Bozal en sus textos citados, como también lo hace Edith Helman en su pionero Trasmundo de Goya. Madrid: Alianza Editorial (1993), especialmente el capítulo titulado «Propósito satírico-moral de los ‘Caprichos’ y su trasmundo literario», pp. 47-96. En un texto más recienete —Victor L. Stoichita and Anna Maria Coderch. Goya. The Last Carnival. London: Reaktion Books Ltd. (1999), especialmente el capítulo titulado «The Carnival of Language», pp. 192-218— se comenta el vínculo de Goya con las agudezas de ingenio de Gracián. Regresar
[58] Helman, op. cit., p. 48. Regresar
[59] Georges Bataille. The Accursed Share, Vols II & III. New York: Zone Books (1993). Regresar
[60] Ver, en general, Mary Douglas. Purity and Danger. An Analysis of the Concepts of Pollution and Taboo. London: Routledge (2000). Regresar
[63] Torres Villarroel, Visiones y visitas, op. cit., p. 26. Regresar
[65] Douglas, op. cit., p. 4. Regresar
[66] Alexander Roob. El museo hermético. Alquimia y mística, . Köln: Benedikt Taschen (1997), pp. 174-204. Ver también el exquisito tomo de Stanislas Klossowski de Rola. El juego áureo. Grabados alquímicos del siglo XVII. Madrid: Siruela (1988). Regresar